El estigma de lo desconocido
El color beige de las paredes no ayudaba a suavizar el diagnóstico, aún así, casi lo esperaba.

Las palabras malditas habían llegado para quedarse, retumbando en mis oídos, mezcladas con los tecnicismos de la doctora, en un esfuerzo por reducir el impacto que pudiera provocar en mí la palabra “tumor”, seguida de la estigmatizada “cáncer”.

Pablo, siempre a mi lado, me daba toda la fuerza que necesitaba.

Después de días y noches interminables, soportando un dolor agudo, sin origen aparente, saber de donde procedía, era casi un alivio.

Entonces te sometes a un autoestudio de porqué soy yo la elegida. Qué ha podido ocurrir para que se desarrolle en mí esta enfermedad.

No había respuesta, al menos no la encontraba.  

Sin embargo, si pensaba en genética, en el entorno, en miles de motivos por los que mi cuerpo había decidido pasar por esto, encontraría una razón lógica, pero en ese momento no podía, había muchas cosas por hacer para salir adelante.

Alguien me dijo: “Llora hoy todo lo que quieras, mañana ya no podrás porque tendrás que salir de esta, no tendrás tiempo de llorar”. No lloré, ni ese día, ni al siguiente. Tampoco en los meses que pasé entre agujas, tratamientos, hospitales y deterioro físico.

Me resulta difícil recordar las entradas y salidas del hospital, los kilómetros eternos entre Zafarraya y Granada parando constantemente, los innumerables análisis, las pruebas, los días… las noches.

Antes de empezar la quimioterapia, era fundamental “poner nombre y apellidos” a mi enfermedad, cada caso es distinto, cada persona es especial.

Antes también había que controlar el dolor, reducir el sufrimiento para que mi cuerpo afrontara, lo mejor que pudiera, un largo proceso de medicación, que si bien ataca al tumor, agrede al resto del cuerpo.  Es el precio de la recuperación.

Una nebulosa incierta rodea los días y las semanas de las primeras pruebas.  De la droga que invade mi cuerpo para reducir el sufrimiento, el olor del hospital, la laxitud a la que recurro para evadirme de la realidad hasta que soy consciente de que hay mejoría, que acepto el tratamiento.  

A pesar de los avances médicos, la investigación y la preparación de los profesionales, es una enfermedad estigmatizada injustamente, el miedo a hablar de cáncer, como si fuese contagiosa, hace difícil la normalización de un tratamiento y una recuperación.

Por eso creo necesario hablar de ella, de cómo vive cada persona una situación compleja, traumática, dolorosa e incierta.

Y hay que hacerlo con ilusión, con optimismo, disfrutando de cada día, de cada rayito de sol, del olor de la lluvia o de la fragancia de la hierba verde.

Aunque no siempre sea así y aunque a veces el optimismo desaparece, queda mucho por hacer, queda mucho por ver, queda mucho por amar.

Esto es solo el principio.

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