Pienso que el poder de la comunicación es quizá el mayor logro de la Humanidad.
No me refiero a los medios de comunicación que nos acribillan cada día con noticias, chismes y desastres naturales, me refiero al poder del lenguaje popular, el idioma, el del día a día, el de las rarezas lingüísticas.
Pensamos que ha habido un gran avance en los idiomas, en las lengua que hacen posible que nos podamos comunicar y nos podamos entender con otra persona en cualquier rincón del planeta, pero en realidad la supuesta evolución no es tal. O si la hubo, ha sufrido un terrible retroceso.
Podemos estar en plena sala magna de cualquier universidad y entender lo que se diserta, o no, y estar igualmente en pleno recinto sacro etílico, y tener, así mismo, total desconocimiento de lo que allí se discute, porque en este lugar de embriagador acogimiento se argumenta con pasión, sin comprender el lenguaje de los congregantes, pero con la certeza de que hay controversia entre los parlamentarios.
Estos fieles que acuden cada día a la llamada de Baco, suelen ser hablantes gallardos y curtidos en mil batallas del lenguaje común, esa lengua humilde e inobservante que ayuda al guerrero dipsómano a llevar las palabras a la oscura incomprensión verbal.
Aún así, se puede observar cómo, en un arranque de soltura oral y una inaudita confirmación acémila de los parlantes, sobre esfuerzan sus gargantas en un vano intento de comunicación entre compañeros de beaterio tabernario.
El enigma de las palabras emitidas por estos recios personajes, llega a plantear serias dudas sobre la continuidad del lenguaje hablado, del lenguaje escrito no hablaré aún, ya que requiere de un estudio profundo y urgente, pero en vista de la atrocidad hablada, la escrita debe ser espeluznante.
Pero si algo llama la atención en la verborrea coloquial de taberna, es la chulería necia de la que hacen gala sin pudor, sin consideración a oídos sensibles. La jactancia que lleva a dolorosos diálogos sin sentido, es cuanto menos preocupante.
Y ahí van cada día, a enorgullecerse de su bravura, de su locuacidad ebria sin entender que no hablan, que regurgitan palabras que el de Lepanto jamás comprendería.
La imagen de aquí.