España es provinciana, ya lo he dicho en otras ocasiones. Pero no es provinciana por su población rural, sino por esos tipos que alardean de cultos y glamurosos y que acaban cumpliendo condena, con suerte, en las cárceles que ellos mismos inauguraron.
Provinciana y acomplejada casi desde los primeros íberos que poblaron esta península, colgada siempre de Europa, intentando parecer moderna y cosmopolita.
Estos “nuevos grandes” de España a los que la vergüenza les es totalmente desconocida, ridiculizan a un país y a sus ciudadanos. Si no teníamos bastante con arrastrar durante siglos a personajes desvinculados de los problemas de las personas a las que explotaban, por el simple hecho de haber nacido de una matriz aristócrata, ahora nos gobiernan maleantes de corbata y traje impecable, y aún así llenos de arrugas y fealdad.
Si antes las bacanales se mezclaban con las guerras por la posesión de un trozo de tierra donde clavar una cruz, ahora seguimos con el desenfreno y los conflictos por el todopoderoso dinero, esta vez la cruz la plantan en paraísos fiscales. Solo ha cambiado el perfil del delincuente que se ha refinado en sus actos criminales, eso sí, siempre a costa de la plebe, harta de mantener los caprichos de depravados.
Estos palurdos que gastan ingentes cantidades de dinero en querer aparentar lo que no son, llevan al país hacia el abismo, hacia el borde de la miseria, mientras sus egos provincianos solo piensan en exprimir aún más a los desgraciados que les proporcionaron su oportunidad de enriquecimiento. Nosotros pagamos y ellos gastan.
Da vergüenza ajena ver a tipos que fanfarronean tañendo pequeñas campanas como muestra de su gran profesionalidad o dando eufóricos mítines políticos de concienciación ante posibles corrupciones, mientras miran con descaro hacia las personas que les aplauden, conscientes de que debajo de toda esa parafernalia se esconde su propio complejo provinciano de país pequeño, a pesar de los esfuerzos por engañar al mundo y por mostrar una sofisticación irreal.
Pero no nos cambian, o no cambiamos. Seguirá la distinción de clases, la jerarquía política acomodada, la inmutable realeza, la incesante aspiración por escalar a lo más alto pasando por encima de quien haga falta. Y nosotros seguimos pagando y ellos siguen gastando.
Puede que el problema esté en la resignación. Ese conformismo que esconde complejo de inferioridad y que no ayuda a mejorar el estado de abandono que sufrimos.
Con todo esto, tampoco creo que nuevas corrientes anunciando cambios casi utópicos, diciendo justo lo que la gente quiere oir, sea una alternativa de futuro. Tenemos demasiado arraigado en nuestra idiosincrasia la alabanza hacia el que puede sacar beneficio de nuestra penosa pasividad provinciana.
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