El tiempo, irremediablemente cíclico, muestra cada año su poder de transformación.
Yo soy de caminata mañanera, prefiero esa hora del día cuando el aire aún es limpio, cuando el sol nos regala sus más suaves destellos y ese olor a tierra, ya húmeda, permite conectar con ella y sentirla viva.
Por momentos el silencio es absoluto, rotundo, solo se oyen mis pasos y algún pájaro que ya piensa en su viaje hacia el sur. Y noto la inmensidad de lo que me rodea y lo pequeña e insignificante que soy… que somos.
En esta época de transición estacional, entre la luminosidad del estío y la etapa dorada, los cambios son lentos, pero precisos. Cada hoja, cada árbol, cada hierba cambian, se reciclan para tomar bríos de cara a una nueva estación.
La amarilla flor del calabacin, deja que el áureo fruto del membrillo tenga su tiempo de gloria y endulce la entrada de la “época oscura”.
Se ve ya en el Serrado que las cornicabras empiezan a tornarse naranjas, los quejigos se rasgan las vestiduras para dejar que sus hojas, con un baile ondulante lleguen al suelo y se mezclen con la hierba verde, que tímidamente comienza a aparecer después de las primeras lluvias.
La Torca comienza a recibir la visita de nubes que nos traen el preciado líquido que da un respiro a los agotados acuíferos, reanudando el ciclo vital del Llano.
Los arces, el de Montpellier y el Granatense, que habitan entre quejigos, lentiscos y almeces, renovarán su traje verde fresco de verano, por un espectacular atavío dorado de ceremonia, para dar la bienvenida a la madura estación otoñal.
Poco a poco el aire se enfría, la luz brillante se va y queda una tenue claridad cada vez más breve… El rojo espino, da el toque vivo de color al ambiente fresco de la mañana. El rocío nocturno deja gotitas brillantes en las hojas aún verdes y en los frutos púrpura.
El ajetreo veraniego de campaña disminuye de ritmo hasta casi desaparecer, dando un merecido descanso a las gentes que dedican su vida a cultivar el campo y el alma...
La tierra, extenuada, reposará hasta que dentro de dos estaciones, vuelvan a arañar sus entrañas buscando savia nueva… y volver a comenzar esa alternancia indispensable y valiosa.
La granada, la nuez, la castaña, la batata, el membrillo, las azufaifas y las acerolas… ¡las setas!. Todo un festival de sabores y olores que cada año vuelve, cíclicamente. Unas veces nos hace esperar y otras nos sorprende su prontitud, pero al fin regresa inevitablemente.
El dios egipcio Atum, nos dió el nombre perfecto para indicar que el sol se oculta en la Tierra durante mediados del noveno mes hasta mediados del décimo segundo, cuando al fin inicia de nuevo una sutil metamorfosis, que durará otros noventa días.