Dice Ana que su compañero de trabajo, Diego, lleva la feminidad por bandera.
Es chismoso, loco, encantador, gracioso y convive con Mari Carmen.
Mari Carmen es de barrio, dulce y suave, se ha criado cerca de las playas de la Misericordia, entre el olor a sardinas espetadas y el de las biznagas pinchadas en pencas, y desde luego es la dueña y señora de la casa.
No es ruidosa, pero le gusta oír y ver el vecindario, por eso cada día da una vuelta por las casas vecinas y ver qué puede “goler”.
Cuando Diego se va al trabajo, ella aprovecha para sus paseos y “golismeos”, andando por moradas ajenas sin preocuparse por una posible intromisión, ella va a lo suyo.
Pero cuando Diego vuelve y no la encuentra en casa, la búsqueda es feroz y pavorosa.
Suele llamarla con improperios propios de maruja descolocada: “ya se ha ido la muy puta”, “claro, la muy guarra no está nunca en la casa”, “¿donde estás putón verbenero?, “deja que te coja, el pellejo te lo arranco a tiras”, “yo te mato el día menos pensado”...
Mari Carmen no echa cuentas a tan desagradables bramidos de loca, y se da su tiempo para volver a casa.
La alarma social que provoca semejantes blasfemias, aspavientan a cualquiera que tenga conciencia contra la violencia de género, es lo normal.
Un día, en pleno frenesí localizador, una llamada a la puerta interrumpe a Diego de seguir con tan gozoso alarde de dicterios.
Presto y gracioso, abre sin dilación y encuentra a dos miembros del Cuerpo de Seguridad del Estado.
Después de los saludos de rigor, preguntan por Mari Carmen y le conminan a que por su bien y el de Mari Carmen, no haga ninguna tontería.
Le informan que ha habido denuncias por vejaciones verbales y amenazas de muerte contra la sudodicha Mari Carmen y que si no colabora, tendrán que tomar medidas más drásticas.
Diego, con el salero malagueño como insignia, llama desde la puerta a Mari Carmen, ésta se acerca ronroneando, moviendo su gatuno cuerpo, como si la cosa no fuera con ella, pensando que quizá hoy, para comer, tengan unas poquitas de sardinas...