Gusta al ser humano de la autoflagelación complaciente, bien sea por la incesante búsqueda del placer infinito o bien por la siempre infravalorada envidia. Pero desde luego, no se pueden repartir margaritas, por muy bellas que sean, a suidos faltos de gracia.
Quizás sean palabras severas, pero es impermisible que alguien diera deyecciones envueltas en papel de seda y que se agradecieran y se alabara tan honorable regalo escatológico, sin comprender que en realidad estaban dando mierda, por muy adornada que viniera.
Por supuesto todo con el precio correspondiente. No nos engañemos también en esto: daban bodrios, pero los cobraban sin que el agraciado se percatase del pago hecho.
Sin embargo, cuando se regala un viaje a la luna sin que por ello haya que desembolsar un euro, no sólo es criticado, sino que se hace del crucero intergaláctico, un mísero paseo en barca. Volvemos a ese sentimiento de desdicha por no poseer lo del prójimo.
La sandez humana no tiene límites. Soy consciente de esta afirmación y que posiblemente, la que escribe, puede padecer en algún momento de esta dolencia. Pero aún reconociendo mi posible infestación, entono el mea culpa y pido clemencia por mis posibles procesos de estulticia.
Ahora bien, ello no me impide asomar la nariz y decir en voz alta que quien critica la presencia de “los de siempre” en la vida pública y social y en esos viajes intergalácticos, cae continuamente en el error del vituperio y la anteriormente nombrada autoflagelación.
¿Acaso hay segregación de asistencia según gustos musicales o espacios públicos? ¿Quizás está vetada la asiduidad a conciertos o a actos de cualquier índole a personas por pertenencia a una estirpe determinada?
Claro que también se pueden hacer otras preguntas que pueden llevar a otras conjeturas. ¿Dónde están los que reprochan las cuestiones anteriores? Desde luego en el lugar de los hechos, no. ¿Por qué ese interés por la desaparición de una parte de la población de la vida pública local?
En realidad les debería importar poco si están o no están. Para que moleste la presencia de los asiduos a esta vida de actividad pública, los perjudicados expuestos a esta continua presencia molesta, deberían convivir con ellos, cosa que no ocurre.
Insisto, para expresar una opinión, aunque sea mal intencionada, primero hay que ser consecuente con lo que se dice y no ir profiriendo improperios con intención de perjuicio. Y segundo, que ya sabemos aquello de que “no hace daño el que quiere, sino el que puede”. Evidentemente el posible agravio es historia aún antes de producirse.