Con la libertad de expresión que facilita la embriaguez etílica y añadiendo una pizca de chulería innata, el hombre - ser humano, sin distinción de género - tiende a manifestar su opinión sobre un tema candente sin, por supuesto, detenerse a pensar en las consecuencias de tan loable derecho.
La cuestión es que creyéndonos, como casi siempre, en poder de la verdad absoluta, se puede meter la pata “hasta el infinito y más allá” como diría el entrañable Buzz Lightyear. Y por mucho que se intente poner remedio a tan desatinado fallo, en la mayoría de las ocasiones, no tiene arreglo.
Esta clase de melopea provocada por algún néctar que nos desinhibe y hace aflorar en nosotros un encanto arrollador, también induce al embriagado, al hostigamiento de su objeto deseado, al cual irá dirigido todo su atractivo enajenado e inconsciente.
El lugar elegido para el desarrollo de la exteriorización de opiniones varias, suele ser el mismo donde el sujeto toma buena cuenta de los caldos del país, o sea, un bar. Más que nada por la calidez del ambiente y porque no podrá salir sin ayuda.
Esta licencia, se permite llevarla a cabo a cualquier persona no pública, y de la cual no sintamos vergüenza ajena por estos pasajes de delirio y desorden, ya que solo tendrá que rendir cuentas con su conciencia y una futura resaca.
Pero cuando el alumbrado es una persona que las urnas han situado en el gobierno de un país, región o cualquier otra circunscripción, la cuestión cambia radicalmente. Ya no solo es él o ella y sus circunstancias, es la representación de la ciudadanía ante entidades, personalidades, etc.
La embriaguez por elixir etílico, también lleva al uso y abuso del poder que un nombramiento político concede. Afortunadamente, los casos de caciquismo, estimulados por la ingesta de alguna ambrosía, en la actualidad tienen fecha de caducidad y de producirse una intoxicación por exceso de despotismo, se erradica el mal en cuestión de días, gracias a una pócima mágica: La Democracia.