¡Cuántas historias se pueden contar al calor del fuego!
Los días y las noches de invierno permiten en este bendito Llano, dedicar una gran parte del tiempo a la venerable tradición del comadreo entorno a una mesa camilla o frente al chisporroteo de una chimenea.
Con las mejillas rojas y la espalda fría, entre el balanceo de una mecedora o la mullida rigidez de la enea, se puede oír la historia de nuestras vidas y la de nuestros antepasados, que si bien empiezan con la consistencia y el respeto que merecen los que ya no están, pronto se tiende a satirizar, con mucho aprecio, las historias que corren de boca en boca, quitando y poniendo palabras a lo largo de los años.
Las visitas son habituales en época de tregua entre campaña y campaña agrícola y así, en estas congregaciones ociosas, se suele pasar revista a cualquier vecino o vecina que se cruce por la mente inactiva del cansado labriego.
Se puede oír desde cuando cayó un rayo en la cuadra de María Reina, matando a una yegua, hasta cuando un accidente vial terminó con un camión empotrado en el cementerio, sin consecuencias terrenales para los afecados. Anécdotas que si bien pueden parecer trágicas, con el tiempo pasan la criba del dramatismo y se cuentan con el salero andaluz, con permiso de la malafollá granaina.
Igual te pueden contar las tragedias que se vivían durante la contienda fratricida, cómo las restricciones posteriores. Con los años se suele suavizar la desgracia, incluso se llega a la comicidad de los aprietos de las personas que en su día fueron protagonistas de accidentes, malentendidos o percances de los que se quiere salir cuanto antes, lo que lo hace aún más cómico.
Al arrullo del fuego, caen relatos dignos de ser recordados. Unos por tiernos y conmovedores, otros por jocosos y ocurrentes, pero siempre con la sana intención de recordar, de no olvidar. Por ejemplo: “Dicen que el tío Galeote, siendo un zagal, antes de desposarse con tita Candelaria, tenía que madrugar en época de siega. Todos sabemos que a esa edad el pavo ronda sin consideración al afectado adolescente y que todo cuesta un mundo. Preguntado por su padre que como había amanecido el día, el pobre, tras confundir la puerta de la calle con la alacena, prontamente contestó: -está oscuro y huele a queso-”.
En aquellos tiempos en los que las sagradas escrituras eran una buena opción para ilustrarse, también las novelas del modernista Pueyo ayudaron a alimentar el alma de los lectores ávidos de esparcimiento literario, no en vano fue modelo para la creación del personaje de Zaratustra en Luces de Bohemia. Pero entre las historias de Pueyo y la historia de la Biblia, podían, y lo hacían, confundir a inocentes mozas ahítas de misas y rezos, que cuando conseguían eludir el encuentro religioso para asistir a una cita con el NODO, confundían el pasillo del cine con la grandiosa nave central de la iglesia, pero sin querer defraudar al creador, en un acto reflejo, hincaban la rodilla en el suelo y se persignaban en fervoroso ademán, mil veces repetido, aunque esta vez en lugar equivocado.
Las llamas hay que avivarlas para que no se extingan, al igual que el paso del tiempo. Donde ahora me siento a escribir, hubo hace muchos años una chimenea que Juan Palma, tatarabuelo de mi descendencia, se encargaba de encender, de apagar o de limpiar. Esas chimeneas se solían adecentar con mucha frecuencia con cal, así se conseguía, amén de la desinfección adecuada, un grosor considerable de este preciado óxido de calcio, que llegaban incluso a tapar partes del hogar.
Una noche, Juan, creyó necesario buscar algo que había desaparecido bajo cientos de capas de cal. Con todo su empeño comenzó a quitar capas de dolomía como si quisiera descubrir la tumba del desgraciado Tutankamon, pero buscaba algo más simple: La citarilla donde se colgaba el candil, cuando hacía ya bastantes años que la “corriente” fluía por los hogares. Por supuesto encontró la bendita citarilla, no así el candil.
De todos es sabido el mojigato pundonor de mediados del siglo XX. Por las circunstancias que todos sabemos, el pecado estaba a la orden del día y había que erradicarlo antes de que el infierno se llenase de penitentes. Había en este Llano una mujer, la Toleilla, que se dedicaba a la guía y educación matrimonial, para que los futuros esposos llegaran castos e inmaculados al santo sacramento. La señora tenía una hija que, por supuesto, hubo de pasar por este curso hacia el casamiento. Al parecer esta mujer se empeñó en que la castidad de su retoño y su ya marido, traspasara el consabido “puede besar a la novia”, tonto empeño, cuando el fin de dicho enlace, es la procreación, al menos eso decían. Pero los ya desposados en su noche de bodas, viendo que la querida suegra había puesto en el centro de la cama un obstáculo, sólo infranqueable si se deseaba, el marido tomó la iniciativa para una posible consumación del himeneo, con estas palabras: “¿María quito la tabla?” a lo que María respondió “José, quítela usted”.
Cuando las llamas de la chimenea son ya rescoldos, la última historia te deja la sonrisa en los labios y la imaginación desbordada. Imaginas al hombre, "Barterra" de El Almendral, que con su burro se dirigía presto para ir a recoger, a la estación del tren de las Ventas, a la siempre exquisita doña Cari, maestra de escuela. El camino que había que recorrer era largo, de Ventas a Zafarraya, y de ahí a El Almendral. Charcos en el camino dificultaban el trayecto, pero se complicaba aún más cuando había que vadear La Madre, ya que aún no había puente. En la remontada que hacía el arroyo, el rucio dejó caer tan preciada carga, con lo que doña Cari dió con su humanidad en el agua y las faldas al vuelo. Pero no queriendo parecer torpe y de un airoso salto, puso los pies bien asentados en tierra. Para que quedara constancia de su garbosa recuperación, y para nada importante percance, le dice al hombre: “¿Ha visto usted mi prontitud?, a lo que "Barterra" responde, ilustrado en prontitudes: “Zi, zon rozillas y con flores”.
Dedicado con afecto y cariño a Juan Miguel y Maria Luisa.