El olor de la goma de borrar del colegio se mezcla en mi memoria, con el olor de las flores de azahar o el aroma de las freesias que la tía María cultivaba en la casa de los bisabuelos Francisco y Remedios.
La escuela rural de mediados de los setenta del grandioso siglo XX, me trae recuerdos infantiles, que a veces llegaron a condicionar mi juventud.
Sobre todo recuerdo esos olores de la pequeña capilla adyacente a la escuela. Las flores en primavera eran una delicia, siempre repleta de azucenas, celindos y rosas.
El tufillo del humo de las velas de la ermita, se mezclaban con los perfumes florales, dándole una peculiar fragancia a mis primeros recuerdos estudiantiles.
Muy de mañana llegábamos cargando libros, libretas y lápices, pero justo antes de entrar a clase, tocaba honrar a la patria y ahí que estábamos todos bien colocados, en fila y con el brazo estratégicamente colocado en el hombro de nuestro compañero de delante. Cantábamos una cancioncilla que hacía alusión al peligro de tomar el sol en la cara, que en mi inocencia aún no sabía qué significaba, simplemente repetíamos hasta la saciedad la dichosa canción. Hubo de pasar algún tiempo, antes de comprender que con esa melodía no iríamos a eurovisión. Nuestra tierna pureza infantil nos protegía de tener que entender qué demonios quería decir aquello de “con la camisa nueva….”, cuando sabía que mi madre nos enviaba al colegio limpios como los niños de los anuncios de detergentes y con ropa nueva cuando tocaba.
Eran años candorosos. Sin preocupaciones.
Nuestra maestra, Maruja, se preocupaba más de que nuestras almas estuviesen limpias y en buen entendimiento con Dios, que de que nuestras mentes pensaran más de lo aconsejado para aquel tiempo, aunque ya se vislumbraran cambios importantes. De eso me enteré luego.
La amalgama de edades de mis compañeros iban desde los seis hasta los catorce años, al menos, todos en amor y compaña en la misma clase.
Una heterogénea mezcla de niños y niñas intentando poner todo su empeño en no liarla parda a la hora de la lección de cada grupo. ¡Y se conseguía!... Hay que tener en cuenta que eran los últimos años de los castigos mirando a la pared.
Las excursiones eran una verdadera aventura para nosotros, no nos alejábamos más de un kilómetro de la escuela, ¡pero era tan emocionante!
Cuando entraba el buen tiempo era el momento de salir a explorar mundo. Algunas veces bajábamos hasta el río para ver como el agua transparente y fría, iba desgastando los cantos rodados hasta darle ese aspecto liso y brillante. Las ranas también eran objeto de nuestra atención. Escurridizas y saltarinas, huían en cuanto veían peligrar su futuro como anfibios. Casi siempre había alguien que probaba la frescura del agua y la señorita Maruja tenía que socorrer al accidentado.
Otras veces la osadía de la señorita Maruja era tal, que... ¡nos llevaba de excursión por el camino del Río Bermuza!. No llegabamos hasta allí, pero el trayecto era largo y tortuoso, ya que mi centro de gravedad aún estaba muy cerca del suelo y no tenía una buena perspectiva de todo lo que me rodeaba. Afortunadamente por el camino hacíamos acopio de naranjas que refrescaban nuestras sedientas bocas. Eran unas excursiones fantásticas, llenas de descubrimientos infantiles y de manos pegajosas por el zumo de los cítricos olorosos.
En aquella época donde la humanidad no estaba en peligro de extinción, la aportación familiar a la escuela era de media, como mínimo, de tres miembros. Mi familia contribuía con cinco y cada mañana salíamos en tropel cinco criaturas dirección a la escuela. ¡Y estaba lejos!... Al menos trescientos metros separaban la protección del hogar de aquel lugar lejano e inhóspito...